martes, 17 de mayo de 2011

De relojes de arena y otras variaciones del tiempo

En el medio de un lapso entre la mañana y la tarde que vestía los clásicos ocres del otoño, y que se anunciaba tranquila y fresca me había sentado yo frente al escritorio de mi cuarto con un par de álbumes familiares que habían estado en un cajón de mimbre en alguno de los rincones de mi casa, los cuales yo creía desaparecidos unos y de otros prácticamente desconocía su existencia. Después de un tiempo de estar sentado en la silla caoba que tenía las patas un poco desiguales y en la cual siempre me gustaba mecerme y meditar, opté por librar a algunas de las fotos que resumían mi infancia en estáticos instantes de la nefasta y hórrida figura de mi madre... Mientras lo hacía me detuve a pensar en el significado y el fin de una fotografía, tuve el recuerdo, casi cliché, de los primeros pobladores de Norteamérica que creían que ese artefacto endemoniado. tenía la capacidad divina de arrancarles el alma del cuerpo y encarcelarla en un trozo de papel. Después de meditar un poco sobre este hecho que me era conocido pero al cual nunca le dedique un análisis, sino que lo archivé entre el sinfín de información que nunca nos dedicamos demasiado a comprender y que aceptamos como una idea de una filosofía ajena, que si bien respetable no parece tener mucha incidencia en nuestra cultura de occidente (que, irónicamente debería ser la de estos verdaderos pobladores de occidente) creí, en ese momento que si bien era algo muy pintoresco y una muy tierna metáfora de la esencia de una fotografía carecía de toda lógica la cual es, sin lugar a duda el Alma Mater de la filosofía occidental. Después de divagar sobre toda esa historia del Far West y de recordar algunos datos curiosos sobre los “pieles rojas” como por ejemplo un raro sistema con el cual documentaban acontecimientos históricos sobre las pieles de los búfalos (que había escuchado en alguna sección radial sobre la historia del libro) me perdí en el conjunto de colores, símbolos y formas que constituyen una fotografía mientras en mi cabeza ya revuelta de recuerdos y cavilaciones me cuestioné por qué no había dado a las amputaciones de dichas fotografías el final dramático y teatral que me caracterizaba, siguiendo los consejos de Spinoza y entregando su pseudo humanidad a la voluntad inquebrantable e irreversible de las llamas, con la idea de que esa figura que me observaba fijamente, decapitada y cercenada del lugar en que formaba parte de la imagen podía contener el alma (o parte de ella) de una de las personas de las que yo realmente dudaba que en efecto tuvieran una que pudiera ser capturada. Riéndome de mí mismo y de lo estúpido del planteo y de mi característica forma retorcida y laberíntica en la que lo había elaborado, me dispuse a mirar uno de esos álbumes de los que no tenía remembranzas. Me decidí a mirar una foto en la cual varias personas que no podía afirmar con certeza ni quienes eran ni por qué me miraban impertérritos desde la lámina con una expresión que no llegaba a descifrar, al detenerme en una de esas personas, un recuerdo, un recuerdo aislado, muy aislado, desencadenó en otro y en otro... Hasta que finalmente tomo forma de una persona que yo conocía en ese momento (o es lo que interpreto por la forma en que me hablaba) que pronunció una frase, una frase o una sentencia, ya no puedo recordarlo ahora, pero creo que era una frase, y creo también que tenía una dimensión importante. Esta sola frase, llegó a mí. Sentí como de alguna forma, en la inmensidad del tiempo las voces y los ecos de todos los hombres que habitaron la tierra me gritaran esa frase. Sentí como si todas las palabras que alguna vez fueron pronunciadas hubieran tenido como único objetivo moldear la idea que diera luz a esa frase, esa frase que en ese momento con la simpleza de un conjunto de palabras cuyo orden la perfección misma había determinado para hacerme entender que lo que estaba haciendo, lo que viví, vivo y viviré estaban ligados a un algo que ahora no vislumbro y no recuerdo, a una trama antigua, que hubiera empezado alguien, en un principio de los días (o muy cercano al principio) y que ahora, a través de mi sangre, a través de una simple foto que yacía bajo el cálido abrazo del mimbre, que quizás estaba destinada a ser olvidada y consumida por lo amarillo de los años y arrojada (como yo no quise) a las llamas por una mano ajena que cedió a lo estrecho de la agenda y no dedico esa milésima de segundo a posarse en esa mirada que escondía algo. Entonces volví a abrir los ojos, pero la foto que observaba era otra, yo mismo me observaba a través de la imagen con la despreocupación y la sencillez que solo un niño puede ofrecer. Volví a pensar en la foto, en aquella foto, que yo estaba seguro de ver antes de que empezara la trama de recuerdos, voces, polvo y sangre (mi sangre, que me hablaba, que me habló, desde un lado oscuro de las cosas, que parecía asustada, premurosa a dictaminar esa sentencia como si eso dependiera el sentido de su existencia transitoria). Cuando me di cuenta, que aquella frase que había revolucionado mi entendimiento había desaparecido también, inútilmente trate de repetirla primero, de esbozarla luego, de atinar por lo menos alguna de las palabras que la conformaba o por lo menos determinar la procedencia de aquella voz primera que alentó a las otras y que estaba seguro de haber oído, o de conocer por lo menos, pero que me sonaba más antigua que la palabra misma, o incluso, que la misma naturaleza de la palabra. Así fue como otra frase, esta más cercana y conocida, clara como el agua me susurró al oído: “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía” Después recurerdo despertarme confundido, con un dolor de cabeza que me apenas me dejaba respirar, mirar el suelo y ver una innumerable cantidad de fotos mutiladas. Cerré los ojos, tanteé el cuaderno que descansaba en el piso junto a mi cama (mi pluma estaba justo encima, como siempre) y escribí.

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